Un Juego Olímpico conmueve los sentidos de manera diferente, quizás ni más ni menos que otras competencias internacionales, pero es totalmente distinto. Esa mezcla rara de lo amateur y lo famoso, de la entrega sin otra retribución más que el aplauso y el reconocimiento en 85 milímetros de circunferencia, para aquellos que están acostumbrados a engrosar sus cuentas con cada movimiento de su cuerpo.
Las emociones que se comparten y se trasladan por carácter transitivo; casi por ósmosis se adquieren los valores trascendentales para entender el sentido de cada lágrima y la importancia de cada instante en el recuerdo.La orfandad no existe en esta competencia, ni el periodista lo siente cuando desde su Comité Olímpico le dan el soporte y la asistencia para completar su tarea.
En Londres, además, la experiencia resultó en una ciudad involucrada, como si cada competencia fuera parte del torrente sanguíneo que fluye por sus venas. Esa sensación de los Juegos en plena calle, en el vecindario, entre la gente.
Salir en busca del transporte rumbo a Wimbledon y toparse con el vallado que demarca el paso de los ciclistas por las arterias. Cruzar Hide Park entre la muchedumbre expectante por recitales para tomar el Underground rumbo a la estación Stratford, próxima al Parque Olímpico. O verificar desde el observatorio en lo alto de la colina de Greenwich si quienes compiten en el Estadio cubierto lo harán del lado “Este” del planeta.
Una ciudad involucrada, y la gente que le dio el marco a los Juegos urbanos de Londres 2012.
Atracción, hipnosis, énfasis para describir lo que a diario se hace, después de descubrir que se puede vivir diferente, a partir de convertirse en olímpico.
Enrique Cano
Revista Tenis Mundial